lunes, 22 de abril de 2013

El PREDICADOR

Os dejo esta vez este relato que algunos ya habéis oído en nuestra tertulia. A disfrutar del Día del Libro.


Hacía frío, mucho, pero ahí estaba él, en su esquina, recitando las sagradas escrituras para un público que sólo él veía, al que arengaba, detrás de sus gruesas gafas, con movimientos de la mano que seguían sus palabras: el dedo índice alzado, los ojos, perdidos tras las lentes, elevados al cielo, en la actitud del que enseña algo sublime, inmortal, poco apto para mentes sencillas y mundanas.
Desgranaba las bienaventuranzas, los versículos bíblicos en los que el Padre Eterno acoge a sus hijos con infinita misericordia, o aquellos en los que la ira de Dios se hacía patente contra los injustos y pecadores. Enlazaba unos tras otros de memoria, sin cambiar la retahíla, en perfecta sucesión, y adoptaba una voz rítmica, monocorde, que no se alteraba ni en los pasajes más tremendos, con monotonía constante.
La gente al pasar alcanzaba a escuchar algunos retazos de su letanía, se miraban y se sonreían encogiéndose de hombros; después de todo el predicador no parecía peligroso, ni siquiera pedía limosna, ni le iba a nadie detrás. Se conformaba con su esquina, allí, cerca de los arcos de la plaza, donde bien erguido comenzaba su perorata día tras día.

Hubo un tiempo en el que el predicador quiso ser cura. De niño, en el pueblo, fue el primero de la clase en saberse el catecismo, era el que mejor ayudaba en misa al párroco, el que leía las lecturas los domingos y se las aprendía de memoria con pasmosa facilidad, era quien hacía todo lo que le mandaban, si hasta ayudaba a las mujeres a barrer la iglesia y raspaba como nadie los gotones de cera que se quedaban adheridos a las tablas del suelo con pegajosa tenacidad.
Así que, cuando tuvo edad, lo enviaron al seminario, aunque el cura y su abuela y todos los demás sabían que en la cabeza del chico faltaba alguna cosa, alguna luz que lo diferenciaba de los demás y lo convertía a su pesar en un ser algo extraño, inofensivo, pero raro.
El cura creía que aquello había sido a causa de su madre, que lo tuvo soltera; como un castigo divino o algo así que había recaído en el fruto del pecado. Después de todo una vez que vino al mundo el muchachito, la madre lo dejó a cargo de la abuela y nunca más volvió por aquél pueblo que la miraba de reojo y murmuraba de ella a las espaldas e incluso a la cara y no la dejaba vivir en paz.

La abuela no pensaba como don Julián, el cura, no creía en los castigos divinos, pero también echaba la culpa a la madre, aquella hija casquivana que se preñó en agosto con algún cosechero venido de quién sabe dónde, y que desde que se supo agraciada con aquél premio quiso por todos los medios deshacerse de la criatura, y hasta recurrió a un herbolero mal nacido que que no mató al chiquillo pero casi mató a la madre. Aún así el futuro predicador vino al mundo y fue a parar al seminario.
El día que el rector de tan insigne institución le dijo que nunca podría ser cura, aunque se supiera ya, a esas alturas, la Biblia de memoria, los breviarios y las disertaciones de los primeros padres de pé a pá , el predicador se quedó mudo de repente por una vez en su vida, miró sin ver y algo definitivo terminó por romperse en su interior.
Del seminario pasó directamente al hospital provincial donde se hallaban recogidos muchos como él, todos aquellos que ya no tenían una abuela para cuidarles o familiares que pudieran hacerse cargo. Allí estaban todos esos a los que el cerebro, la vida, les había hecho un guiño apartándoles de la normalidad.
Así que ahora, el predicador, sin iglesia y sin feligreses, predica desde su esquina cada vez que le dejan salir del hospital y el viento frío se lleva sus palabras para quien quiera oírlas, como si por fin el pobre muchachito de pueblo hubiera conseguido abrirle otra puerta al mundo y arrancarle una sonrisa de compasión.

2 comentarios:

  1. No sé qué pensar al ver que no hay iglesias que acepten curas semejantes.

    Gracias por el relato, esther.

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    1. hay personas que no tienen lugar en ningún sitio. Quizá en algún corazón.

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