El borracho avanzó como de costumbre hacia el banco de la plaza, pero esta vez sus pasos eran más serenos, a esas horas todavía no había trasegado tanto como para ir a trompicones.
-Creo que es la primera vez que nos vemos estando sobríos- dijo a su interlocutor, que permaneció mudo e impasible en el banco, como si no le hubiera oído.
- Supongo- continuó el borracho- que debería aprovechar ahora a contarte cosas que nunca te he contado antes. A lo mejor hasta es un buen momento para decirte la verdad sobre quien soy y por qué estoy así.
- Bueno, te lo diré, aunque no pareces muy entusiasmado.
En efecto, su interlocutor seguía mudo e impasible sentado en el banco, como si aquello no fuera con él, a pesar de que el borracho había estado sentado a su lado otras muchas veces.
- No te contaré mi infeliz niñez- prosiguió el borracho- ni que tuve unos padres que no supieron darme afecto, ni que fui mala persona en mi juventud, que me casé y casi vuelvo loca a la mujer más buena del mundo, y tampoco te diré que no quise saber nada de mi hijo, y que he sido jugador, y que bebo para olvidarme de mí mismo. Pero sí te diré que estoy así porque quiero y porque no quiero también.
- ¿Tú lo entiendes? pues yo no, pero no se hacer otra cosa, cuando bebo olvido y cuando olvido ya ni necesito beber para olvidarme...
El borracho se levantó del banco con lentitud, apoyándose familiarmente en el hombro frio y duro, hecho de bronce, de su interlocutor.
La estatua del banco de la plaza se le quedó mirando con ojos metálicos, quieta y callada; a sus pies un cartón de vino aplastado.